Te voy a contar una historia basada en hechos reales.
En un alarde de creatividad, un día del año pasado en que necesitaba relajarme en plena naturaleza, decidí modificar el contexto haciendo una visita a un vivero cercano.
Primera hora de la mañana, con la fresquita veraniega.
Atravieso la puerta de entrada y me encuentro a una señora mayor que está haciendo algunos arreglos florales.
Y nadie más.
Solo yo, y una multitud ingente de plantas que nublan mi atención, colores por doquier, olores que hacen balancear mi cabeza de izquierda a derecha, con la intención de no perder el más mínimo detalle.
Maravilla.
Mientras tanto, escucho a lo lejos a la señora.
Parece que se dirige a mí.
Intenta entablar una conversación trivial, pero yo sólo quiero atender al espacio, disfrutar del ambiente, del contexto… y la señora no me deja.
Trato de ser cordial, amable y educada, en exceso quizás.
Y claro, la señora piensa que me interesa charlar.
Yo no sé cómo salir del embrollo y alejarme, ya no sé si ha sido buena idea venir, porque nada de lo que esperaba se está cumpliendo, y todo porque la dichosa señora no me deja….
¿O soy yo, que doy pie a que estas cosas ocurran?
Decido alejarme un poco de su zona, la informo de que voy a ver “los árboles”, a ver si así puedo respirar…
¡Si yo no quiero comprar árboles, leñe!
Me enfado conmigo misma.
Pero también con la señora.
Luego me siento culpable, y me da mucha penita.
Después de conseguir regularme un poco, vuelvo a la “zona de peligro”, y elijo rápidamente tres macetas que me han llamado mucho la atención, y que ya estoy visualizando en mi salón.
Elijo rápido, con la intención de salir corriendo lo antes posible y dejar reposar a mi sistema nervioso.
Ya en casa descubro sus nombres: ave del paraíso, lirio de la paz y Kalanchoe.
Hubiera podido escoger otras, o detenerme a pensar con claridad antes de decidir, pero no lo hice. Me siento estúpida. Encima, me llevo una especie de vitamina en polvo para las macetas que, después de un año, no he llegado a usar.
Llego a casa cansada, agotada, frustrada y enfadada.
Coloco en mi salón esas tres preciosas criaturas, las contemplo, las fotografío.
Me embeleso.
El malestar se va diluyendo.
Al día siguiente, al despertarme, voy directa a mirarlas.
Qué sensación más agradable, qué tonalidades, qué bienestar.
Van pasando los días, las semanas, y descubro con desolación que mi kalanchoe está dejando de brotar. La riego un poco más, con intención de ayudarla, pero todos mis intentos son en vano. Finalmente, se me muere.
Algo parecido sucede con mi ave del paraíso, aunque en esta ocasión consigo mantenerla viva, modificando sus condiciones y sus cuidados.
La que no ha necesitado apenas ningún cambio ha sido mi lirio de la paz. La coloqué frente a un balcón donde por la mañana recibe unas horas de sol indirecto y, oye, cuánto ha crecido.
Tres plantas que compré el mismo día.
Tres plantas que han necesitado cuidados diferentes.
Una que no ha sobrevivido.
Si en aquél momento yo hubiera estado en condiciones de detenerme a preguntar a la florista sus nombres, sus peculiaridades, sus necesidades de riego, si eran de sol o sombra…. quizás el resultado hubiera sido distinto, no hubiera ido aprendiendo sobre la marcha, sin tino y a lo loco.
Lejos de lo que muchos profesionales de la salud mental manifiestan, las etiquetas no siempre son un error.
Muchas veces sirven para conocer a la persona, para entenderla y poder establecer una base certera sobre la que trabajar.
También, por supuesto, para dejar de estigmatizar a las personas neurodivergentes.
Por eso, saberse PAS, AACC, TEA, TDAH o doble excepcionalidad…. no nos constriñe, no nos hace débiles, no nos patologiza, sino que nos amplía de una forma increíble el abanico de posibilidades de acción.
Un abrazo,
María, de Psicosensibles