Tengo un cerebro en necesidad constante de conocimiento y evolución.
Y no es FOMO (Acrónimo de “Fear of missing out”, en castellano “’miedo a perderse algo”.), que a veces también.
Pero solo a veces.
Cuando no existía este estilo de vida tan extenuante, en la época pre-internet (o, al menos, pre-redes sociales), mi cerebro también pedía más.
En aquél entonces, libros, muchos libros, revistas…
En esta, todo eso, y algo más.
Durante la pandemia descubrí que me encantaban los audiolibros. Empecé a probar con ellos y ahora los devoro. Como hago con la mayoría de mis intereses. Los consumo en grandes cantidades y me fascina que una persona, en algún lugar del mundo y del espacio temporal haya podido crear algo así.
Algo que conecte con el quinto escalón de la pirámide de Maslow, que cubra necesidades que van más allá de lo meramente tangible.
Los audiolibros me han ayudado, en parte, a cubrir esa necesidad.
Porque antes podía escuchar música mientras realizaba actividades cotidianas y de la vida diaria, y a veces aún lo hago, pero esto es otro nivel.
Con esto no me aburro, con esto crezco, esto es alimento para el cerebro y para el alma.
De hecho, mientras mi mente divaga como divagan las mentes de las PAS/PAC, he llegado a pensar que, si alguna vez, desgraciadamente perdiera el sentido de la visión, ya no sería tan terrible.
Ya no perdería el contacto con la cultura.
Y, oye, pues en cierto modo es un alivio.
Uno de los últimos audiolibros que estoy escuchando se llama Un lugar para Mungo, de Douglas Stuart. Me llamó la atención la sinopsis, que presentaba a un adolescente con una sensibilidad especial, un chico diferente y con una situación socio-familiar muy disfuncional.
No voy a destripar la historia por dos motivos, primero porque aún no la he terminado y no quiero otorgar un veredicto final, y segundo, porque pase lo que pase a partir de ahora, lo que llevo ahora mismo merece la pena ser leído/escuchado en primera persona.
A pesar de que tiene episodios tremendamente duros.
En uno de ellos relata, así a grandes rasgos, cómo Mungo se enfrenta a una situación de maltrato continuado por parte de su hermano mayor.
Mungo ha tenido que aprender a ver venir las señales.
A prepararse física y mentalmente para adecuar su cuerpo a los golpes, y evitar que la agresión se magnifique y se prolongue más allá de lo estrictamente necesario.
A desconectar.
En un momento concreto, parece como que todo se desdibuja, se pierde el contacto con la realidad y se convierte en eterno. Es como si el mundo dejase de girar y el sufrimiento se hiciese permanente, sin poder hacer nada por evitarlo.
Largo, infernal, infinito, angustioso, terrible.
Y después, nada.
El mundo vuelve a girar, y la vida reanuda su transitar.
Esta semana una clienta/paciente me contaba que, una mañana, estando en su trabajo, de repente la embarga una sensación muy perturbadora, mucha ansiedad, mucha angustia.
Todo muy físico.
Similar a un conjunto de oleadas agitadas, despiadadas y violentas, que llegan, la inundan y la ahogan.
Cree que se muere.
Trata de coger aire, de respirar un poco en el corto espacio entre una y otra.
Pone en práctica algunas de las herramientas trabajadas.
Lo intenta, una y otra vez, no se rinde.
Pero todo es muy difícil, muy oscuro, muy negro.
Y entonces, ocurre: “Pensé que no iba a acabar nunca, pero se acabó”.
La vida, en toda su plenitud, sucede casi siempre así, para lo bueno, y para lo malo.
Y si quieres te puedo acompañar a redirigir el timón.
Un abrazo,
María, de Psicosensibles